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martes, 4 de octubre de 2011

Practiquemos el perdon

Transformando heridas en cicatrices. Perdonar implica eliminar todos los sentimientos y pensamientos negativos hacia la otra persona. El resentimiento, el odio, el deseo de venganza deben desaparecer con el perdón genuino. En este sentido, perdonar es un proceso similar a la curación de una herida: al principio, está abierta, sangra fácilmente y duele. Pero, una vez se ha convertido en cicatriz, ya no duele ni sangra. El perdón es como transformar heridas abiertas en cicatrices. De esta ilustración se desprenden varios aspectos importantes.
Un proceso largo y costoso. La disposición a perdonar puede –y debería- ser inmediata; ésta es la voluntad de Dios. Pero llegar a completar el proceso emocional y moral del perdón suele llevar su tiempo. Hay un camino a recorrer desde el momento en que se decide perdonar hasta que se hace efectivo. Recordemos el caso de José en el Antiguo Testamento. Perdonó a sus hermanos (ver los emotivos pasajes de Gn. 45 y Gn. 50), pero no antes de pasar por un dilatado proceso (seguramente meses) en el que tuvo que luchar contra sus propias reacciones. Es importante, sin embargo, afirmar desde el primer momento: «estoy decidido a perdonar, aunque la curación de mis heridas requiera más tiempo».
Puedes hacerlo tú solo. El perdón puede ser unilateral: yo puedo, y debo, perdonar aunque la otra persona se muestre reacia a perdonar o ser perdonada. Puedo perdonar en la intimidad de mi corazón, en secreto, sin que la otra parte lo sepa. Este fue el caso de Esteban cuando, a punto de morir exclamó: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hch. 7:60). Debemos estar dispuestos a perdonar aunque no se nos pida, o incluso cuando siguen ofendiéndonos.
¿Amigos de nuevo? La meta primera del perdón no es que las partes enfrentadas vuelvan a ser amigas, sino que eliminen el veneno de su corazón. Hay veces en que es imposible volver al mismo tipo de relación después de una ofensa grave. Así ocurre, por ejemplo, en algunos casos de divorcio. Dios no nos pide un ejercicio de masoquismo restaurando relaciones imposibles. La reconciliación es un resultado deseable, pero no siempre posible. Pero sí quenos pide amar al ofensor con el amor sobrenatural que es fruto del Espíritu, el agape de Cristo. Alguien dijo que el perdón es la mejor manera de librarse de los enemigos. Esta es exactamente la idea de Ro. 12:20-21.
¿Perdonar requiere olvidar? La mente humana es como un álbum de recuerdos que permanecen para siempre. No podemos esperar que el perdón borre estas memorias. Ello sería absurdo. Cuando hay perdón, el recuerdo de una experiencia dolorosa sigue ahí, pero ya no evoca sentimientos negativos u odio. La idea de la cicatriz nos ayuda a entenderlo: la cicatriz es el recuerdo de un trauma pasado; queda ahí para siempre, pero ya no duele ni sangra ni se infecta. La herida está cerrada. No podemos borrar los recuerdos de nuestra mente, pero sí podemos quitar el veneno de esos recuerdos. En realidad, recordar puede ser positivo porque nos evita repetir los mismos errores o faltas. Alguien dijo, refiriéndose al holocausto judío, que recordar es la mejor vacuna para no repetir.
El problema con la frase «yo perdono, pero no olvido», frecuente en labios de algunas personas, es que siguen albergando deseos de venganza y resentimiento en su corazón. No hay un simple recuerdo; es el recuerdo más su correspondiente dosis de veneno. Esta actitud sí es pecado.
Dios es el único que puede perdonar y al mismo tiempo olvidar porque él está fuera del tiempo «Yo, yo soy el que borro tus rebeliones... y no me acordaré de tus pecados» (Is. 43:25)

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