Datos personales

Mi foto
quien mejor que otros para que me cataloguen

sábado, 8 de octubre de 2011

palabras de un niño........

«Adiós, papá»
Ytu papá ya no vivirá con nosotros. —¿Por qué no? —pregunté de nuevo mientras me tragaba las lágrimas. Simplemente no podía aceptar la extraña finalidad de las palabras de mi madre—. ¡Yo quiero a mi papá!
—Él también te quiere, Bennie... pero tiene que irse, y para siempre.
—¿Pero por qué? No quiero que se vaya, sino que se quede con nosotros.
—Él tiene que irse... —¿Hice algo que provocó que nos quiera dejar? —Ah, no, Bennie. En lo absoluto. Tu papá te quiere. Me eché a llorar. —Entonces haz que vuelva. —No puedo. Tan solo no puedo. Sus fuertes brazos me apretaron más mientras trataba de
consolarme, de ayudarme a dejar de llorar. Poco a poco mis gemidos se apagaron y me calmé. No obstante, tan pronto como aflojó su abrazo y me soltó, mis preguntas empezaron de nuevo.
—Tu papá hizo... —mamá se detuvo y, por niño que fuera, supe que estaba tratando de buscar las palabras apropiadas para hacerme entender lo que no quería aceptar—. Bennie, tu papá hizo algunas cosas malas. Cosas de verdad malas.
Me pasé la mano por los ojos. —Tú puedes perdonarle entonces. No dejes que se vaya. —Es más que solo perdonarle, Bennie... —Pero yo quiero que él se quede aquí, con Curtis y noso-
tros dos. De nuevo mi madre trató de hacerme entender por qué papá
tenía que irse, pero su explicación no tenía mucho sentido para
1112
MANOS PRODIGIOSAS
mí a mis ocho años. Mirando hacia atrás, no sé cuánto pude entender la razón que existía para que mi padre se fuera. Incluso quería rechazar lo poco que capté. Mi corazón estaba destroza- do porque mi madre me había dicho que mi padre nunca más volvería a casa. Y yo lo quería.
Papá era cariñoso. A menudo salía de viaje, pero cuando estaba en casa me sentaba sobre sus rodillas, feliz de jugar a lo que yo quisiera. Él tenía una gran paciencia conmigo. Me gustaba de manera particular jugar con las venas en el dorso de sus grandes manos, ya que eran muy grandes. Las empujaba hacia abajo y observaba cómo volvían a sobresalir. «¡Mira! ¡Ya volvieron!» Yo me reía, tratando con todas las fuerzas de mis manos pequeñas de lograr que sus venas se quedaran aba- jo. Papá se quedaba sentado dejándome jugar todo lo que yo quisiera.
A veces él decía: «Parece que no tienes la fuerza suficien- te», y yo apretaba incluso más fuerte. Por supuesto, nada fun- cionaba, y pronto perdía el interés y me divertía con alguna otra cosa.
Aunque mi madre dijo que papá había hecho algunas cosas malas, no podía pensar de él como alguien «malo», pues siem- pre había sido bueno con mi hermano Curtis y conmigo. A veces papá nos llevaba regalos sin ninguna razón especial. «Pensé que te gustaría esto», decía como si nada con un brillo en sus ojos negros.
Muchas tardes yo importunaba a mi madre o miraba el re- loj hasta que sabía que era la hora en que papá regresaba de su trabajo. Entonces corría hacia fuera para esperarlo. Vigilaba hasta que lo veía caminar por nuestro callejón. «¡Papá! ¡papá!», gritaba corriendo para darle la bienvenida. Él me levantaba en sus brazos y me llevaba cargado hasta la casa.
Todo eso terminó en 1959, cuando tenía ocho años y mi papá se fue para siempre. Para mi tierno corazón afligido, el futuro se extendía interminable. No podía imaginarme una vida sin papá, y no sabía si Curtis, mi hermano diez años mayor, o yo volveríamos a verlo de nuevo alguna vez.
No sé cuánto tiempo continué llorando y haciendo pregun- tas el día en que papá se fue. Solo sé que fue el día más triste de mi vida. Mis preguntas no se detuvieron con mis lágrimas. Durante semanas hostigué a mi madre con toda argumentación posible que mi mente pudiera concebir, tratando de hallar algu- na manera de lograr que hiciera regresar a papá.
—¿Cómo puedes vivir sin papá? ¿Por qué no quieres que vuelva? Él se portará bien, sé que lo hará. Pregúntale a papá. Él no hará cosas malas de nuevo.
Mis súplicas no sirvieron de nada. Mis padres lo habían resuelto todo antes de decírnoslo a Curtis y a mí.
—Se supone que las mamás y los papás deben quedarse juntos —persistí—. Se supone que ambos deben estar con sus pequeños.
—Sí, Bennie, pero a veces las cosas simplemente no resul- tan bien.
—Con todo, no veo por qué —dije.
Pensaba en cada cosa que papá hacía con nosotros. Por ejemplo, casi todos los domingos nos llevaba a Curtis y a mí a dar una vuelta en el auto. Por lo general, visitábamos a algunas personas, y a menudo nos deteníamos para ver a una familia en particular. Papá conversaba con las personas mayores, mientras mi hermano y yo jugamos con los niños. Solo después nos ente- ramos de la verdad: mi papá tenía otra «esposa» y otros hijos de los que nosotros no sabíamos nada.
No sé cómo mi madre se enteró de esta doble vida, porque nunca nos preocupó a Curtis y a mí con el problema. En reali- dad, ahora que soy adulto, mi única queja es que ella hizo más de lo que debía para que no supiéramos lo mal que estaban las cosas. Nunca nos permitió compartir con ella su profunda heri- da. Esa fue su manera de protegernos, pues pensaba que estaba haciendo lo correcto. Muchos años después, por fin entendí lo que ella llamaba las «traiciones con mujeres y drogas» de mi padre.
«Adiós, papá» 13
14
MANOS PRODIGIOSAS
Mucho antes de que mi madre se enterara de la otra fami- lia, yo percibía que las cosas no marchaban bien entre ellos. No peleaban; en lugar de eso, mi papá solo se iba. Había estado yéndose de la casa cada vez más a menudo y se quedaba fuera más y más tiempo. Nunca sabía por qué.
Sin embargo, cuando mamá me dijo: «Tu papá no volverá nunca», esas palabras me rompieron el corazón. No se lo decía a mi madre, pero todas las noches cuando me iba a la cama pedía en oración: «Querido Señor, ayuda a mi mamá y a mi papá para que vuelvan». En mi corazón sabía que Dios les ayudaría a con- tentarse para que pudiéramos ser una familia feliz. No quería que estuvieran separados, y no podía imaginarme enfrentar el futuro sin él. Con todo, papá nunca volvió a casa.
Conforme pasaban los días y las semanas, aprendí que po- díamos valernos sin él. Éramos más pobres entonces, y podía decir que mamá se preocupaba, aunque no nos decía gran cosa a Curtis y a mí. Conforme maduraba, y ciertamente para cuando tenía once años, me di cuenta de que nosotros tres en realidad éramos más felices que cuando papá había estado en casa. Te- níamos paz. No había períodos de mortal silencio que llenaran el hogar. Ya no me quedaba paralizado por el miedo ni acurruca- do en mi cuarto preguntándome qué estaba sucediendo cuando mamá y papá no se hablaban.
Ahí fue cuando dejé de orar porque ellos volvieran a unirse.
—Es mejor que ellos se queden separados —le dije a Cur- tis—, ¿verdad?
—Ajá, me parece que sí —contestó él.
Y, al igual que mi madre, no me decía gran cosa en cuanto a sus propios sentimientos; pero pienso que yo sabía que él tam- bién, a regañadientes, se daba cuenta de que nuestra situación era mejor sin nuestro padre.
Tratando de recordar cómo me sentía en esos días después que papá se fue, no me doy cuenta de haber atravesado las etapas de la ira y el resentimiento. Mi madre dice que la expe- riencia nos sumergió a Curtis y a mí en un gran dolor. No dudo de que su partida significara un terrible ajuste para nosotros
dos. Sin embargo, no recuerdo nada más allá del día en que se marchó.
Tal vez así fue como aprendí a manejar mi profunda heri- da... olvidando.
«Simplemente no tenemos el dinero, Bennie».
En los meses después de que mi padre se fue, Curtis y yo debimos haber oído esa afirmación cientos de veces. Y, por su- puesto, era verdad. Cuando pedíamos juguetes o dulces, como habíamos hecho antes, pronto aprendí a comprender por la ex- presión de mi madre cuánto le dolía negárnoslo. Después de un tiempo, dejamos de pedir lo que sabíamos que de todas maneras no podríamos recibir.
Unas pocas veces el resentimiento afloraba a la cara de mi madre. Entonces se quedaba muy quieta y nos explicaba que papá nos quería, pero que no nos daba dinero para nues- tro sostenimiento. Recuerdo de forma vaga unas pocas veces en que mi madre fue al tribunal para tratar de conseguir que él le diera algo para nuestra manutención. Después de eso, papá enviaba dinero por un mes o dos, nunca la cantidad completa, y siempre tenía una excusa legítima. «No puedo darte todo esta vez», decía, «pero luego te lo repongo. Te lo prometo».
Papá nunca lo reponía. Después de un tiempo, mi madre abandonó la idea de tratar de conseguir que él le diera alguna ayuda financiera.
Yo sabía que él no quería darle dinero a mi madre, lo que hacía la vida más difícil para nosotros. Con todo, en mi amor infantil por mi papá, que había sido bondadoso y cariñoso, no se lo reprochaba. No obstante, no podía entender cómo él podía querernos y a la vez no darnos dinero para comprar comida.
Una de las razones por las que no le guardo rencor ni tengo malos sentimientos hacia papá debe ser porque mi madre rara vez le echó la culpa, por lo menos no delante de nosotros o al al-
«Adiós, papá» 15
16
MANOS PRODIGIOSAS
cance de nuestros oídos. Casi ni puedo pensar en alguna ocasión en que ella hablará mal de él.
Sin embargo, más importante que ese hecho fue que mi ma- dre se las arregló para darnos un sentido de seguridad en nuestra familia de tres. Aunque todavía por largo tiempo eché de menos a papá, me sentía contento al estar solo con mi madre y mi her- mano, porque en realidad éramos una familia feliz.
Mi madre, una mujer joven con casi ninguna educación, venía de una familia grande que tenía muchas cosas en su con- tra. A pesar de todo, ella logró un milagro en su propia vida y fue de gran ayuda en la de nosotros. Todavía puedo oír su voz, por más malas que las cosas estuvieran, diciendo: «Bennie, es- taremos bien». Esas tampoco eran palabras vacías, ya que ella las creía. Así que Curtis y yo también las creíamos, lo cual me daba seguridad y consuelo.
Parte de la fuerza de mi madre brotaba de su profunda fe en Dios, así como también de su innata capacidad para inspirarnos a Curtis y a mí a saber que ella tomaba en serio cada palabra que decía. Sabíamos que no éramos ricos, no obstante, por mas que las cosas se pusieran malas para nosotros, no nos preocupába- mos por lo que comeríamos o en dónde viviríamos.
El hecho de que creciéramos sin un padre colocó una car- ga pesada sobre mi madre. Ella no se quejó, por lo menos no delante de nosotros, ni tampoco se dedicó a sentir lástima de sí misma. Trató de sobrellevar toda la carga, y de alguna manera yo entendía lo que estaba haciendo. Por muchas horas que tu- viera que estar separada de nosotros en su trabajo, sabía que lo estaba haciendo por nosotros. Esa dedicación y sacrificio causó una profunda impresión en mi vida.
Abraham Lincoln dijo una vez: «Todo lo que soy o espero ser, se lo debo a mi madre». No estoy seguro de que quiera decirlo justo de esa manera, pero mi madre, Sonya Carson, fue la fuerza más temprana, más fuerte y de mayor impacto en mi vida.
Sería imposible relatar todos mis logros sin empezar por su influencia. Para mí, relatar mi experiencia quiere decir empezar con la de ella.

P.D. Esto es un estracto del libro "Manos Prodigiosas" de Ben Carlson medico neurocirujano, a todos los padres, que tomen atencion de que los hijos se dan cuenta por pequeños que sean, antes de separarse o divorciarse pensar en ellos y en el futuro que les espera, piensa que lo que decidas tendra una gran influencia sobre los tuyos sobre todo nuestros hijos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario